Hola. Me presento: soy tu protagonista, querido lector. ¿Quieres saber más de mí? Me siento halagada. Para que te hagas una idea, te diré tres palabras: introspección, serenidad y caos. Contradictorio, ¿verdad? Déjame que te explique.
Guardo cosas dentro para no molestar a los demás con mis preocupaciones. Siempre he sido muy pensativa y analítica, pero por más que esa parte de mí quiso prever todas las posibilidades que su futuro le deparaba, no anticipó la llegada del huracán.
¿Cómo pasó? Pues no lo sé. ¿Progresivamente? Supongo. ¿Era algo que acabaría sucediendo? Tal vez. Pero la cosa es que sucedió. Para que te puedas situar en el tiempo, remontémonos a abril de 2023. En esa época, una brisa de tristeza se apoderó de mí y comencé a sentirme el centro de atención, pero no de una buena manera. No de la forma en que lo hacen los artistas cuando suben a un escenario. Más bien, como lo hace alguien que comete un error y siente ojos sentenciosos o dictaminantes juzgándole.
Más adelante, allá por julio del mismo año, me encontraba en un estado de aislamiento, tanto mental como físico. Cuando me encontraba en casa —o sea, la mayoría del tiempo— la rondaba de un lado a otro, como sin tener un rumbo fijo. Las órdenes carecían de sentido para mí y me costaba procesar la información recibida. Si me preguntas, la peor parte fue la pérdida del sueño. Si tengo que explicar mejor cómo me sentía, diría que desarropada. Como si todo el mundo supiera de mí. Pensaba que comentaban sobre mí. Lo que hacía y no hacía. Era como si tuvieran la llave de la caja que guardaba todos mis sentimientos y pensamientos. De hecho, escuchaba voces que me decían cosas negativas y que no eran mis amigas. A las que sí lo eran, les contaba cómo me sentía, y ellas me escuchaban.
Ese verano no fue muy placentero, a decir verdad. Podría resumirse en idas al cine en las que no podía descifrar la trama, sentir que mis ojos pesaban más de lo normal, lágrimas derrochadas por seres queridos que no entendían lo que me ocurría… Si soy sincera, en ese momento lo único que quería era entender lo que me sucedía para poder transmitírselo a ellos y tranquilizarlos.
—Estoy bien, mamá, estás exagerando —dije, para ver si me lo creía yo también.
—Te ayudará, ya verás —dijo mi madre, con la esperanza de que fuera verdad.
Ese día fui al centro de salud. En anteriores ocasiones no había acudido a mis citas por creencias de que el estado en el que me encontraba era normal. Pero no recibí más que melatoninas y más confusión por parte de mis familiares. Confusión. Otra palabra clave. Para ponernos más poéticos, diré: la niebla cegaba la realidad que no sabía si sería bien recibida por sus aguardadores. Otro diálogo que recuerdo con viveza es el siguiente:
—¿Pero tú cómo te sientes…? Dime, ¡que soy tu madre!
Y yo le contaba todo, y, después de decirle lo mismo repetidas veces, me decía:
—Como sigas con eso, sabes dónde vas a terminar...
Al final terminé en el hospital. Pero no fue algo trágico. Eso sí, cambiaría mi vida. No os mentiré: al principio no entendía cómo podía haber llegado ahí, a esa situación tan real, pero tan ajena a mí.
Mis primeros recuerdos son encontrarme en una habitación oscura y aislada, con retenciones. Se asemejaba a cómo me encontraba yo por dentro, irónicamente. La ubicación está clara, pero mi tiempo de estancia en ella, no tanto. Tiempo. No pasa en vano, dicen. Pero en esos momentos, yo sentía que sí. No entendía por qué tenía que pasar más tiempo si no garantizaba la proximidad a mi salida. Tampoco entendía cómo mi familia podía haber permitido que yo me encontrara ahí.
A pesar de eso, recibía visitas de mi madre, en las que me leía cuentos. A veces reaccionaba un poco reacia y otras, cedía más. No diré que durante mi estancia ahí no se me cruzó la idea de escapar. Primero lo intenté con las retenciones y, más adelante, cuando salía de la habitación para ir al baño. Pero solo conseguí quitarme alguna retención de las manos —que me acabarían volviendo a poner— y obsesionarme por saber lo que estaría pasando fuera. En uno de esos momentos, en los que sentía que la arena del reloj no caía, me pregunté si no había valorado mi tiempo fuera, a mi familia, mis amigos, mi libertad. Y todo lo que conllevaba: la libertad de poder elegir lo que quiero hacer, la libertad de escapar de la realidad con momentos de reflexión, la libertad de entender lo que me ocurría.
Pero mi tiempo en esa habitación acabó, y no duraría más de una semana, descubriría más tarde. Fue entonces cuando me trasladarían a la Unidad Psiquiátrica Infanto-Juvenil. Pero la idea no me terminaba de convencer. Sin embargo, las personas con las que coincidiría ahí no serían más que un aura de consolación y alivio.
—Hola, somos Eliana, Paola y yo, Uxue —se presentó Uxue, la más extrovertida de todas ellas. Y la más divertida, también. Información que no tardaría en descubrir por mí misma.
—A todas nos gusta leer. ¿Y a ti?
—Yo soy más de series —respondí.
—Genial. Aquí vemos La que se avecina después de comer.
—Yo prefiero Aquí no hay quien viva —añadí.
—Yo también —dijo Eliana, y cuando abrió la boca no lo sabía, pero se acabaría convirtiendo en mi compañera de tertulias nocturnas y recuerdos que ella y yo, al menos, nunca olvidaré.
En Infanto-Juvenil quedaron marcadas en mí las vivencias que tuve, y lo más importante: no estuve sola, me acompañaron las enfermeras y mis compañeras. Más tarde, al grupo de chicas se agregarían Sabrina y María. Cabe destacar que mi recuperación fue rápida, y no podría haberlo logrado sin la ayuda que recibí, tanto por parte de las enfermeras como de la psiquiatra y psicóloga. De esas vivencias resaltaría los juegos al UNO, las lecturas que me prestaba Eliana, el pintar mandalas, la carpeta terapéutica, la intriga por la comida que tocaría cada día, el “buenas noches”... Sobre todo las risas, los llantos y la esperanza por un mañana mejor.
Un día de esos me dieron el alta, y me fui de aquel lugar no sin llevarme una maleta imaginaria llena de enseñanzas. La primera: no hay que dar nada por sentado en esta vida. La segunda: nunca sabes dónde encontrarás a personas inolvidables. La tercera: siempre hay alguien dispuesto a ayudarte. Y la última, por ponerle fin a la lista: hay situaciones difíciles
de las que se sale. De verdad, lector, aunque en el momento no lo parezca, aunque parezca que todo va en tu contra, se sale. Yo salí, y agradezco haber pasado por esa situación porque aprendí tantas cosas. A valorarme a mí misma, a identificar mis fortalezas, a saber que soy capaz, y, lo más importante, a quererme.
¿Y cómo lo conseguí? Vaya, lector, sí que eres curioso. Pero tranquilo, que no te voy a dejar con la duda. Lo conseguí gracias a la ayuda del PEP, el Programa de Intervención Precoz en Primeros Episodios Psicóticos. Sí, lector, a lo que viví se lo denomina como episodio psicótico. Y al principio no fue fácil, pero ahora no me da vergüenza decir que pasé por ello. Y no es algo tan extraño como parece; de hecho, es más común que la diabetes, por si te lo preguntabas. Eso lo he aprendido gracias a la ayuda psicológica, psiquiátrica, de enfermeros y de terapeutas ocupacionales que me han acompañado en mi proceso de recuperación.
Este año termino mi estadía en el PEP, ¿y quieres saber un secreto? Al principio no me agradaba del todo la idea de pasar dos años de mi vida en constantes citas con profesionales, pero ahora me despido con mucho agradecimiento —y algo de pena— de ellos. En ese entonces, pensaba que estaba desperdiciando mi tiempo de vida, de mi adolescencia. Que sería motivo para agachar la cabeza. Pero ¿sabes qué, lector? Durante mi vida ya he agachado mucho la cabeza, y ahora estoy aprendiendo a levantarla. Poco a poco, eso sí, que he sido muy serena toda la vida. Sin prisa pero sin pausa. Levantamiento podría ser otra palabra clave. Al final no han sido tres, sino cinco: introspección, serenidad, caos, confusión y levantamiento. ¿Qué te parecen? ¿Cuáles serían las tuyas?
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